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Cuando pensamos en la Región de Murcia raramente lo hacemos desde una perspectiva de largo recorrido histórico. Pero si nos detenemos un momento y miramos ... hacia atrás, muy atrás, descubriremos que nuestras verdaderas raíces no nacen en el siglo XX, ni siquiera en la Edad Media, sino en una división administrativa romana con más de 1.700 años de antigüedad: el Conventus Carthaginensis. Este nombre, que suena solemne y evocador, define mejor que ningún otro la identidad profunda y compartida de un territorio que hoy, de forma algo desdibujada, se llama Comunidad Autónoma de la Región de Murcia.
Fue el emperador Diocleciano quien, en el año 298 d.C., decidió que el mundo necesitaba orden. Su reforma administrativa dividió Hispania en provincias más manejables y nació así la Provincia Carthaginensis. Lo hizo recuperando y formalizando una realidad ya consolidada desde el siglo I: la del Conventus Carthaginensis. Este no era un simple trazo en un mapa, sino una red de relaciones jurídicas, comerciales y culturales con epicentro en Carthago Nova, hoy Cartagena. En ella se celebraban las asambleas judiciales, los habitantes del territorio acudían a resolver litigios, comerciar, rendir pleitesía al Imperio. El Conventus era, en definitiva, la columna vertebral de una región.
Pero no hablamos de un espacio abstracto. En sus caminos se cruzaron nombres ilustres: el propio emperador Adriano, nacido en Itálica, pasó por esta provincia en sus giras imperiales; el jurista Ulpiano citó las leyes que regían estos territorios; e incluso el poeta Ausonio habló de Carthago Nova como una joya del Levante hispano. Más tarde, San Leandro y San Isidoro de Cartagena mencionaron la importancia de su sede episcopal en sus textos teológicos y políticos, reafirmando que Carthaginensis no solo era una provincia civil, sino un bastión espiritual.
La caída del Imperio Romano no significó el fin de este legado. Cartagena fue destruida en el siglo VII por el rey visigodo Suintila, pero la idea de la Carthaginensis sobrevivió en la Iglesia. La diócesis mantuvo su nombre incluso cuando se vio obligada a trasladar su sede a Begastri (Cehegín). Allí, entre piedras visigodas y restos romanos, los obispos carthaginenses siguieron velando por la memoria de su territorio. La figura del obispo Liciniano, contemporáneo de San Isidoro, cobra aquí relevancia: fue uno de los defensores de la autonomía eclesiástica frente al poder real, manteniendo viva la idea de la Iglesia Primada de Hispania y la de una comunidad con voz propia.
Con la llegada de los musulmanes en el siglo VIII, la región no fue arrasada ni reformada completamente. Todo lo contrario: el pacto de Teodomiro con los árabes en el 713 reconoció los límites del viejo conventus, transformándolo en la Cora de Tudmir. Murcia, Orihuela, Cartagena, Lorca, Alicante... todas estas ciudades siguieron unidas bajo una misma estructura. El islam respetó esa unidad, e incluso la potenció: Cartagena continuó siendo un centro mercantil, y Lorca un núcleo estratégico. El pacto de Teodomiro es uno de los ejemplos más notables de continuidad territorial en toda la península.
Ya en la Reconquista, el Reino de Castilla recuperó estos territorios y volvió a reforzar su integración. Alfonso X, el Sabio, reconoció el valor de esta región heredada de Roma y el islam. Fundó el concejo de Murcia, sí, pero también respetó la singularidad de Cartagena y su proyección portuaria. No olvidemos que en el siglo XVIII, con la reorganización borbónica, Cartagena se convirtió en capital del Departamento Marítimo del Mediterráneo, una decisión que, una vez más, reconoce su peso histórico y geopolítico.
Entonces, ¿por qué al constituirse la Comunidad Autónoma en 1982 se ignoró todo esto? ¿Por qué se escogió un nombre que no representa al conjunto histórico ni al origen territorial de la región? Murcia es sin duda una ciudad con gran valor, pero nunca fue el eje de organización de esta tierra. Carthaginensis, en cambio, lo fue todo: provincia, sede de poder, marca de identidad. Hoy, en pleno siglo XXI, seguimos cargando con esa ambigüedad identitaria. Una comunidad autónoma que no se reconoce del todo en su nombre.
Reivindicar Carthaginensis no es solo mirar al pasado con romantismo. Es reconocer que hay una historia común que puede unir a los pueblos de esta región. No es lógico que cada comarca construya su propio relato ajeno al conjunto. Jumilla y Yecla miran a La Mancha, Lorca al Alto Guadalentín, y Cartagena cada vez más hacia el Mediterráneo. Tal vez sea hora de volver a mirar dentro, a redescubrir esa unidad ancestral que nos ofrece el Conventus Carthaginensis.
Sería mucho más significativo, por ejemplo, celebrar un aniversario del Conventus que reconociera la historia compartida de todo este espacio geográfico, en lugar de centrarse en efemérides municipales que, aunque valiosas, corren el riesgo de excluir a quienes no se identifican con ellas. El Conventus es una figura histórica que nos incluye a todos, desde Yecla hasta Mazarrón, desde Jumilla hasta Cartagena. Un paraguas común que podría ayudar a cimentar no solo una cohesión territorial, sino también una emocional, basada en el respeto mutuo y el reconocimiento de una historia compartida que hoy por hoy sigue sin estar plenamente asumida.
Hoy más que nunca, en un momento de fragmentación y desconexión emocional entre las partes de esta comunidad autónoma, rescatar el nombre y la idea del Conventus Carthaginensis podría ser un paso hacia una mayor unidad. No se trata de borrar nombres, sino de recuperar significados. Y Carthaginensis significa origen, significa estructura, significa identidad. Es la semilla de algo mayor que todavía podemos volver a cultivar si dejamos de lado el miedo a mirarnos al espejo de nuestra verdadera historia.
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